miércoles, 8 de junio de 2016

Breviario nocturno


Autor: Anónimo

Respondo de mis 24 horas, de mis 70 arrugas, de mis 30 años, de mis presagios, de mis amores, de mis deudas, de mis soledades. No hay más solución que plantear el problema y detenerse. Quien responde: no hay respuestas, se condena. Los que no respondan, abandonarán el juego; la partida ha de continuar con los que sigan buscando.
J. Rigaut

Despertó sobresaltado a mitad de la noche con su cuerpo bañado en sudor. Podía percibir claramente, retumbando en sus sienes, los latidos de su corazón a punto de explotar y una agobiante sensación de asfixia. Estaba acostumbrado a este tipo de ataques nocturnos ya que le sucedían varias veces por semana desde que tenía uso de razón o tal vez desde antes. Miró a un costado de la cama, en dirección al reloj que yacía en el buró, y pudo percatarse que aún faltaban 5 horas para que el sol saliera.

Aturdido, se levantó de la cama todavía con la tensión dentro de su cuerpo y con paso lento se dirigió hacia el baño. Encendió la luz y sintió en su torso desnudo el aire frío que se colaba por la ventana a medio abrir. Abrió el grifo, mojó su cara y bebió un poco de agua para refrescarse. Permaneció unos segundos mirando su reflejo en el espejo que colgaba frente a él, observando unos ojos oscuros, envueltos por un rostro pálido y ajado, mientras un escalofrío recorría su cuerpo. Apagó la luz y, cerrando la ventana con un manotazo violento, salió del baño. En la habitación —eufemismo para aquel cuchitril de mala muerte— la luna se filtraba tenuemente por la vieja persiana de madera iluminando el escaso mobiliario que poseía.

Afuera, las calles se encontraban completamente vacías y el silencio que reinaba en ellas se veía de vez en cuando interrumpido por el paso efímero de algún automovilista extraviado. Era otoño —cuando todo muere— y advirtió dentro de él el mismo efecto que esta temporada le provocaba año con año. Desconocía la causa pero sabía que internamente había una grieta que crecía debilitándolo.

Al alcanzar la cama se recostó nuevamente y, a ciegas, tentando con su mano derecha, la buscó al otro costado. Inmediatamente la encontró enredada entre las sábanas, quieta y fría; posó su mano sobre ella y el tacto le proporcionó la calma necesaria para tranquilizar el acceso nocturno. Con un vistazo rápido observó cómo las mantas color nácar, adheridas totalmente a su figura, delineaban perfectamente su silueta. Poco a poco el sosiego llegó; ya no temblaba, el aire se volvía puro y lo sentía penetrar hasta el rincón más profundo de sus pulmones, invadiendo cada espacio, purificándolos.

Permaneció así, con los ojos cerrados…

Con las yemas de los dedos recorrió la silueta de arriba abajo, dibujándola en las mantas cuidadosamente, casi temiendo perturbarla. Se preguntaba cuántos hombres, antes que él, habrían sido destrozados por ella. Cuántos habrían acabado con la cabeza destrozada o el corazón deshecho.

Ella había llegado a su vida —como siempre sucede— por azares del destino. La muerte de su padre, ocurrida algunos meses atrás, era la causante de este encuentro. Cuando vaciaba la casa del recién fallecido, intentando separar lo útil de lo inservible, la encontró sorpresivamente dentro de una antigua caja de madera que estaba en el ropero. Era una Magnum .375. Jamás cruzó por su cabeza que su padre, aquel hombre sobrio y taciturno, se podría decir que hasta tímido e inocuo, pudiera esconder entre sus pertenencias una pistola. Le parecía un tanto absurdo. ¿Para qué?

— Para calmar los demonios internos —se respondió desde la profundidad de la noche.

Recorrió las sábanas, la tomó entre sus manos y sintió cómo éstas se adaptaban perfectamente a sus formas. Percibía el olor acre que despedía su cuerpo metálico mientras que el entorno adquiría matices de irrealidad. Abrió el cilindro, lo rotó cerciorándose que las seis recámaras estuvieran ocupadas por las balas color oro, para después colocarlo nuevamente en su lugar. Quitó el seguro y posó su dedo índice en el gatillo. Finalmente, con una decisión inquebrantable, jaló del martillo con su dedo pulgar y, girando la pistola hacía él, introdujo el cañón dentro de su boca. Poco a poco su respiración comenzó a acelerarse y su corazón latió con más fuerza.

Jaló el gatillo y un estruendo lo sacudió…

Despertó sobresaltado a mitad de la noche con su cuerpo bañado en sudor. Miró en dirección al reloj. Faltaban 3 horas para que el sol saliera.

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