jueves, 24 de marzo de 2016

Xalapa Rush


Autor: Il'chim Tagara

El tráfico en Sebastián Camacho aumenta mientras la grúas privadas hacen su agosto levantando autos estacionados en lugares prohibidos. El celo generado por el lucro se viste de eficacia para hacer respetar la ley de tránsito, meretriz del pulpo camionero violada una y otra vez por el automovilista xalapeño. Es la hora de la botana y se impone la necesidad de refrescar el gañote para cumplir con una obligación que poco a poco pierde su aura ritual, gracias a la jodidez provocada por el éxito económico en el estado que se jacta de ser el único bello pero que en realidad... -Camioneta de la policía estatal (¿clonada?) cargada de sujetos encapuchados y armados hasta el culo y mirando con cara de perdonavidas a los que dicen proteger.

Las calles son invadidas por burócratas que repentinamente tienen prisa por llegar a dejar los papeles, la recomendación, la petición, el chayote, el oficio, la honra. Aceleran el paso sacudiéndose la modorra que los caracteriza para cumplir con la misión antes de la hora de la comida. Acicateados por un súbito sentido del deber, su rostro denota la importancia de su responsabilidad, siempre ajena, siempre agüevo, siempre impuesta, siempre corrupta, siempre falsa. Siempre ... -Dos cuatrimotos montadas por amazonas uniformadas, armadas y hablando por el celular ¿recibiendo órdenes? ¿de quién?

Observo la botella con una mirada sumisa, sometida a la necesidad de un trago reparador que aleje de la mente la miseria del día a día y veo a través de la ventana a la secretaria gordibuena, parada afuera de su dependencia, gesticulando mientras sostiene en una mano con uñas descomunales y pintadas de variados colores el celular a diez centímetros de su boca. (¿Cómo se vería mi... inteligencia en ésa sinfonía cromática en movimiento?) Debe ser una llamada importante pues se nota su concentración y su desprecio por todos los que pasan a su lado y la escuchan cuando se encabrona y mienta madres porque se le cortó la comunicación gracias a.... -Patrulla de la policía federal con la torreta encendida y un par de uniformados que no miran a ningún lado, ufanos de la impunidad de la que gozan por ley.

Empiezan a llegar los clientes poco a poco, agobiados la mayoría por una jornada laboral cargada de aburrimiento y simulación sistemática de admiración y respeto por el jefe o jefa. Después de algunos años se empieza a notar en el rostro del burócrata esa expresión cansina, ayuna de expresión, provocada por una rutina que se repite todos los días. Su ajuar también lo delata: pantalón de vestir, camisa con el cuello gastado y la corbata que apenas le llega a la mitad de su abultado vientre, zapatos boleados en la oficina... -Camioneta de la gendarmería que se detiene en el X24 para comprar comida chatarra y tiempo aire; uno permanece como vigilante, ensimismado con su celular, mientras que los demás entran con fusil en mano a reabastecerse y continuar salvando a México.

El cantinero (Pachidroy pa'la raza) del sagrado lugar de las abluciones etílicas enciende el televisor, pues hay partido de champions, y me recuerda que el domingo tenemos cita en el estadio de Los Arenales para no olvidar la decadencia de nuestros cuerpos, la pasión por el juego y la inútil necesidad de competencia. La barra se anima con los pronósticos y preferencias mientras se escucha el pinche himno con afanes de elegancia y alta cultura europea interrumpido al final por el ineludible himno de la cervecera que patrocina el... -Un convoy de la Marina avanza despacio mientras sus ocupantes apuntan sus cañones a diestra y siniestra, no vaya a ser que la señora de los cacahuates les aviente una granada.

Al punto de las tres los trabajadores al servicio del estado omiso salen en estampida después de checar con su dedo índice para, súbitamente liberados, dirigirse a la fonda, taquería, Oxxo o si se puede a su casa para comer y echarse un coyotito. El tráfico colapsa y empieza la letanía de bocinazos y acelerones para escapar de la trampa vial llamada centro. Los caminantes llevan prisa y torean a los coches para cruzar la calle mientras los camiones perfuman el ambiente y sufren para pasar por las estrechas calles con autos estacionados en doble fila para recoger a los esclavos... -Dos elementos de la guardia civil caminan con lentitud y al pasar por la ventana no pueden evitar echar una mirada envidiosa a los que comulgamos con Baco. (¡Cuulooooos! grito por dentro) Si, el Xalapa rush. ¿Terminará algún día?

martes, 22 de marzo de 2016

Otra vez es lunes


Autor: El conde de Aburrá


Once de la mañana. Desperté con el oído congestionado. Y con un zumbido ingrato que me recordó la oprobiosa condición de los árbitros de fútbol. Parecía surgir de todos los rincones de la casa, o de ese remedo de bungaló campestre que tenía un inhospitalario hálito de melancolía, y un clima de ansía que provocaba dormir con la mandíbula apretada. Quizá esa era la fuente de la congestión auricular. 

-       “Me lleva la chingada”, alcancé a decir irritado en tono de susurro.

Después escuché levemente que alguien tocó la puerta. Me levanté a gatas, como hacen los locos. Abrí. Era “El Kaiser”

-       “¡Ya te cayó el chahuistle!”

No supe si lo dijo en referencia a la plaga que ataca al maíz o a la connotación coloquial de una autoridad que sorprende in fraganti.

-       “No te preocupes, decidí que a los 30 renunciaría a la puñeta matutina. Y ya tengo 31. Pasa”.

“El Káiser” se dirigió al refrigerador. Sacó un envase de cristal, que por las bondades de su contenido era apodado el “frasco de la felicidad”.  Sin preguntar,  sustrajo algo así como una onza de coliflor tostada. Imagino que no era tanto, pero el ramillete de mostaza que alcanzó a agarrar no era nada despreciable en proporción.

-       “¿Que onda flaco? Es la hora del café”.
-       “Date… Y rola”.

“El Káiser” tenía la técnica y la longevidad de un Beckenbauer en el arte de enrollar un canuto perfecto. Armó técnicamente. Prendió el porro. Fumamos. Y fumamos más. La conversación arrancó. Lentamente. Pero arrancó. Y fumamos otro poco. La conversación de un fumador responde a otro compás: el de los dioses. Y los dioses trabajan lentamente. Pero con asertividad.

-       “Yo creo que tu proyecto está bien planteado, flaco. Es relevante. A güevo. Lo políticamente fundamental en la historia de Medellín y Monterrey es la aparición de élites estrechamente ligadas con las dinámicas del narcotráfico”.

-       “A güevo”, asentí escuetamente.

En seguida, me explicó su teoría sobre el fenómeno de los narcosatánicos. Básicamente dijo que se trataba de un grupo de bandoleros, henchidos de dinero y ciegos de poder, que expiaban con sangre ritualística sus barbáricas fechorías. Sí. Eso dijo. O eso fue lo que entendí. Y agregó:

-       “Flaco, el poder es un regate porfiado a la muerte. Y se paga con la sangre de otros”.

Le creí. Un káiser debe saber de eso de los “regates”.

-       “La caminera”, dijo antes de encender la bacha.

Después partió con prisa. Tenía que acudir a la facultad, a impartir un curso de “políticas públicas y planeación estratégica”.  Sí. Creo que eso dijo.

El oído seguía congestionado.

Calenté un poco de café. Mediodía. Me acosó la premura. Esa maldita premura que sólo conoce un imbécil que habita este mugroso mundo subordinado a fechas de entrega. “Debo trabajar”, pensé no sin un escalofrío de angustia.

En eso llegó el “Marc”, que le decían así por su enorme parecido con Anthony. Pero que en realidad se llama Cándido o Cuauhtémoc, no recuerdo. Fiel a su bastarda costumbre, llegó con una bolsa de macoña.

-       “Es de la hidropónica, compadre” .
-       “Chale”.

Prendió un porro. Le ofrecí café. Y compartimos la porción de una cafetera italiana. Tamaño pitufo. Y el mois, naturalmente.  

Era un día húmedo, frío. Yo llevaba más de un mes reinstalado en la ciudad de Xalapa, que algunos conocen como Estridentópolis o capital del Bizarrismo Mágico. Pero reinstalado en casa ajena, indignamente en casa ajena. Dicen que el muerto y el arrimado a los tres días apesta. Mi hedor era un efluvio oscilante de enmohecimiento con “gorra” ñera. Y el “Marc”, que no salía de la casa ajena, contribuyó a enmohecer más mi pordiosera estancia. Pero era un buen brother. Y una de esas compañías que te recuerda amargamente aquel admonitorio anuncio de “Di no a las drogas”.

El “Marc” o Cándido o Cuauhtémoc me reveló el ABC de su plan estratégico de supervivencia. 

-       “Tengo que vender el coche de mis jefes. Allí saco una lana para pagarle al ‘gasper’ y al ‘taibo’ y a los otros deales. Y me sobra un ‘tiqui’ para darle a ‘La Zafiro’, que la última ocasión ella puso el trago, la ‘milonga’ y el motel. Y los otros treinta varos los almaceno para pagar el alquiler de un cuarto; mínimo unos seis meses. Y le paso otro ‘tiqui’ a mi carnala para el suministro de ‘tripis’. Y armamos unos pinches bacanales ganma style, compadre. Y en esos seis meses de ‘colchón’ consigo un hueso en la burocracia de gobierno o universitaria. Al fin que las dos me la pelan. Y de allí el límite es el cielo, compadre”.

El “Marc” o Cándido o Cuauhtémoc se enroscó la bufanda en el cuello. Se colocó unas gafas oscuras. Movió arrítmicamente la cabeza, emulando torpemente al tal Anthony. Y emitió un suspiro… de abatimiento.

-       “Me lanzo”, espetó débilmente.

Encendí la computadora, o esa miserable baratija que hace las funciones de computador. Una “acer” minilaptop que había comprado dos años atrás, en una casa de empeño por mil varos, y que fue lo único que sobrevivió después de malbaratar mi patrimonio en un tianguis de uso, en un arranque de desesperación financiera. Debía más de 300 mil pesos al banco. Que no tenía intención de pagar. Pero la crisis llegó a la hambruna. Y la vendimia patrimonial por lo menos resolvía el problema de la canasta básica.

Preparé un remedo somalí de desayuno, que consistió de un huevo con un chingo de chile jalapeño para hacer bulto. Y un par de tortillas. Con excepción de las tortillas, creo que todo lo demás se puede conseguir en Somalia.

Eran las dos de la tarde, y no tenía internet porque el culero de la casa no había pagado el recibo de ese mes. Puedo escuchar los vituperios: “¡Limosnero y con garrote!” Sí y qué, a güevo.  

El caso es que estaba trabajando en un protocolo de investigación doctoral. La propuesta era una especie de análisis “arqueológico” de los cárteles de la droga en México y Colombia. O una mamada así. Me resigné. Y dispuse trabajar sin internet. Apenas me iba a sentar a escribir cuando llegó “El Quik” a la casa.

“El Quik” es de esos compas que se ganan un apodo de manera casi gratuita, y que llevan el pinche alias a todos lados que van como ave migratoria. Y como el güey bebía un chingo de nesquik en los años de la “secu” (él dice que sin popote), a algún pendejo se le ocurrió endilgarle el mote de “Quik”. Hay apodos que son fruto de la inteligencia. Otros de la imbecilidad. El suyo era de los segundos. Pero la neta el sobrenombre le iba a toda madre.

“El Quik” era cuate de los años de la facultad. Filósofo de formación. Bohemio-salsero recalcitrante de vocación. Lector empedernido de Heidegger, y admirador de Tin Tan. Neurótico e hincha del Pumas de la UNAM. Y jarocho. Neta. Por la virgencita de Guadalupe que no miento. Y era mi valedor.

Ahora vivía en Colombia, de arrimado como yo, pero con obligaciones preconyugales, y sin permiso para trabajar. O sea, culero. Y estaba de visita por un par de semanas en la ciudad.

-       “¿Qué vas a hacer ahora que regreses allá?”, pregunté
-       “Resolver la realidad”.
-       “A güevo. Buena actitud… ¿Y cómo vas a resolver la realidad?”, inquirí sin discreción.
-       “Me voy a casar con mi vieja… Y ya después veo que pedo”.
-       “A güevo. Buen plan”.
-       “¿Tienes un porrito?” , inquirió ahora él.
-       “A güevo… Buen plan”.

Le dimos fuego a un baretico. Fumó la bacha. Y el cadáver de la bacha. Y las pinches uñas, y los dedos, y los bigotes. Cabrón. Pinches jarochos, son grifos de casta.

Después se disculpó:

-       “Debo ir a apostillar un documento para el casamiento. Te veo más tarde, loco”.
-       “Zaz”.

Tres de la tarde. La pinche computadora se apagó, o nunca encendió. Tenía un falso. Y cada cierto tiempo se fundía sin aviso. Pensé en tomar una ducha, mientras conseguía arrancar el vestigio arqueológico.

Pero en eso llegó un camarada que le decían “El Luis”, pero que su nombre real es otro, que creo que es homónimo de un héroe macuarro de una película de ciencia ficción. O es al revés. No recuerdo.

El caso es que “El Luis” es como un Juan Camaney región cuatro. El cuate no baila tango, ni masca chicle, ni pega duro y no tienes viejas de a montón. Pero sí tiene dos señoras que son un dolor de muela, y una es extranjera y la otra nativa. Y sí sabe pegar de madrazos tae kwon doinos y domina la técnica de corte y confección. Es jaranerito charrolastra y psicodélico punk. Es revolucionario guevarista y seguidor en twitter de la pura mochiza panista.  Pero no le tiene miedo a nada, ni a ejercer el fotoperiodismo en Veracruz, que debe ser peor que ejercer el judaísmo-comunismo en una Alemania fascista. En Veracruz, el horno es muerte decorosa. 
                         
Pero “El Luis” tenía un defecto. Dos defectos. Era ligeramente güevón y fumador compulsivo. Por eso era mi valedor. Especialmente por lo ligero y compulsivo.

Además en esa época no tenía trabajo. Ni tampoco afán de enmendar esa situación. Y con frecuencia llegaba a la casa, a veces con múltiples connatos de “permanencia voluntaria”.

-       “¿Qué tranza carnal?”, preguntó a modo de saludo.
-       “Nada. Acá. En chinga con el protocolo”, respondí con notorio fastidio.
-       “No mames”
-       Gacho. Llevo todo el día macheteándole machín”.
-       “¿Y por qué no te tomas un descanso? Acabo de amarrar un conecte, es de la montañera. Y estoy estrenando pipa”.
-       “¡No chingues!” Chale, no te puedo fallar. Y tienes razón mano, es bien merecido un descanso.

Prendió la pipa, modelo rastafari. Fumó. Y fumó. Y le zampó otros varios tanques. Después me ofreció. Ya no quedaba nada. “No hay pedo. Al fin que ni quería”. Creo que el cabrón ni reparó en el gesto descortés. Ligero y compulsivo.

-       “Me voy. Tengo que ir a entrenar. Hay un torneo de Tae Kwon Do el próximo mes en Cuba. Y mi esposa ya me extendió el permiso para asistir. Con todo y bendición. De hecho me dijo, muy seria: ‘haces muchos amiguitos… y que te diviertas’”.
-       “No sé que decir”, respondí para salir del apuro.
-       “¿Sobre el torneo o sobre el permiso o sobre la recomendación?”
-       “Chale… (mutismo incómodo)”.
-       “Tienes razón, carnal. Me voy a suicidar. Pero antes le rompo su madre a un cubanito. Ah, y trato de platicar con mi vieja para saber si todavía se puede resolver la crisis matrimonial. Y ya después me suicido”.
-       “Buen plan”.
-       “Me pinto de rayas”.
-       “Nos vemos más tarde”, despedí previendo su regreso.

Todavía no acababa de salir de la casa “El Luis” cuando entró, a modo de relevo sincronizado, “Burbanni”, que era uno de los arrendatarios de aquel remedo de albergue, kafkianamente trasmutado en sanatorio de neuróticos.

O creo que su nombre es Elliot. Pero la banda peque-punk (pequeñoburgueses en insurgencia contra sus padres) lo conocía como “Burbanni”, según dicen que por su enorme parecido físico con un futbolista colombiano del club León de México, cuyo apellido es Burbano. Sólo que el mediocampista “cafetalero” es negro y atlético, y “Burbanni” es blanco y usa bigote de führer. Pero la flota así se las truena. Cabe hacer notar que la usanza alemana no era exclusiva del vello facial. El muy hijo de la chingada era un entusiasta panegirista (nostálgico) del Volkswagen Sedán, alias “vocho”. Y de hecho su único patrimonio era uno de esos prehistóricos escarabajos con complejo de auto.

“Burbanni” es un tipo sui generis. Escuchaba Nine Inch Nails y Marilyn Manson a sus casi treinta años. Y le faltaba un pedazo del dedo anular, condición que las mujeres debían encontrar atractivo. Aunque hasta ese momento sólo se le había conocido una pareja erótica. Y la raza dice que era un afrodita.  

Se decía acerca de él que en la adolescencia había sido el más precoz de su grupo de amigos. Nunca se dijo si eyaculatoria o intelectualmente. Pero sí tenía una clarividencia atípica. Era un heurístico-dialéctico nato. Sabía enredar en preguntas envolventes al interlocutor en turno. Y hallar la verdad profunda sin contorsiones intelectualoides baladís. No pocos llegaron a preguntarse acerca de su éxito filosófico. Y las explicaciones fluctuaban desde un presunto poder chamánico de su voluptuoso dedo mutilado hasta su alquimia nutricional, que consistía de atún en lata con café negro y nada más.  Pero fumaba un chingo. Y yo digo que allí radicaba la clave de su sagacidad.

El caso es que “Burbanni” o Elliot alcanzó a escuchar el final de la conversación con “El Luis”. Y entonces comentó:

-       “Otra vez este cabrón con el cuento de la esposa. Ya hablé con él. Pero no entiende. El güey se enfrasca innecesariamente en reyertas infructuosas con la señora. Y no acaba de entender que el problema es el matrimonio… De hecho yo tengo una teoría...”
-       “¿Qué teoría?”
-       “Básicamente que el matrimonio es una unión que consiste en convertir a una mujer que te gusta en alguien a quien desprecias”.
-       “Puta madre. Eso es capacidad de síntesis”, agregué.

“Burbanni” abrió el congelador. Sacó el “frasco de la felicidad”. Miró el contenido, y exclamó:

-       “Cabrón. Como fumas”.

No supe que decir. Preferí cargar con el estigma antes que delatar a la horda de toxicómanos que desfiló por la casa ese día.  

Eran las cinco de la tarde. Y seguía sin funcionar la pendeja “minilap”. Desistí. Me senté en el sofá de la sala, a un costado de “Burbanni”, que veía el futbol en la televisión, y compartimos un porrito. Sentí que el sueño me vencía.

En eso “Burbanni” comenzó con el torpedeo de preguntas inescrutables.

-       “¿Y qué más, tú?”
-       “¿Qué más de qué?”, contesté, un poco trastornado.
-       “¿Tú crees que los árbitros sueñan con ser árbitros en la infancia o la adolescencia? ¿O es algo que deciden hacer en la resignación del fracaso deportivo?”

La pregunta reclamaba una reflexión existencial de gran aliento. Y mi estado no era óptimo para ese rigor de introspección. Caí en un sueño profundo. “Chingue su madre: un coyotito... A ver si así se destapa el oído”, pensé en el umbral de la ensoñación.

“Sí a güevo. Es culera. Yo tampoco me pude coger a esa vieja”; “Intenté todo, incluso la llevé de shopping a la desgraciada. Y me pagó mal. Ni un pinche beso”; “Ella se lo pierde, por apretada, beata, culera. Mejores culos me han rechazado. Además, le faltan chichis.”; “Esos coños salen caros. Mejor así. Me ahorro una lana, y me voy de perro con la Cristal o la Brenda o la Dani. Qué pedo”.

Desperté un par de horas después, con el oído descongestionado, y en el medio de una catarsis grupal masculinista. Que son las catarsis chidas. Y me sumé a la dinámica simiesca.  
           
-       “Sí a güevo. Yo también lo intenté. Y como dicen en Colombia, ni me paró bolas, la cabrona ingrata”.

Entre el grupo de cromañones del paleolítico inferior estaba mi camarada “El Larregui”, que nadie sabía si lo habían apodado así por alcohólico o puñal. El güey es mi compadre, hermano de leche (sin que él lo supiera), y el arrendatario titular de esa casa de locos. Esa noche había regresado del trabajo con un grupo de amigos, que seguramente recogió de algún bar de jotos. Y aquel zafarrancho era porque estaban compartiendo la pena del fracaso en un asunto de faldas. Había una chica que todos querían encamar. Pero que era hueso duro de roer. Y todos se habían quedado con las ganas. Incluido yo. Pero ese es otro cuento…

Le pregunté a “El Larregui” acerca de su día, que cómo había transcurrido.

-       “De la verga. Pero ya me acostumbré”.

“El Larregui” es un faquir. Sufría por deporte, o por desamor. Que no es lo mismo pero es igual. Pero en eso era un deportista de alto rendimiento. Y eso se respeta. Decía José Martí que el hombre necesita sufrir, y que cuando no tiene broncas reales las tiene que crear, porque las penas purgan el alma, y preparan para la vida… y para la muerte. Sí. Creo que eso dijo… Bueno, además cabe decir que “El Larregui” es el típico valedor que se rifa por la banda. Y eso también se respeta.
                                                                                                                       
El güey había dormido con algunas de las chicas más simpáticas de la ciudad. Todas “chicas” y con tufillo a pañal. Pero simpáticas. Le gustaban las lolitas, y la pornografía teen. En eso tenía mal gusto. Porque la neta las chidas son las milf. Eso digo yo. 

En fin. La cuestión es que con la “antes referida” nunca se consumó el milagrito. Entre el grupo de amigos perdedores que iban con él ese día, estaba uno que coincidentemente también se parecía a Marc Anthony. “Otro salserito mamón”, pensé.

Le pregunté que quién era ese facsímil de boricua chiclero. Me dijo:

-       “Es un cuate que conocí en el yoga”
-       “No digas eso en voz alta ‘Larregui’. No mames. Cómo que en el yoga. ¿Que eres puñal?”.
-       “Neta. Allí nos conocimos. Y los dos queríamos planchar con la misma vieja. Pero el anhelo de fraternidad lactosa nunca se cumplió. Y por eso somos brothers: por fracasados”.
-       “A güevo. Esas son las amistades que perduran: las de la hermandad en la derrota”.

La reunión desembocó en un desaforado bacanal. Entre harinazos y monazos y tragos de mezcal, la ebriedad desterró la tosca bruma de angustia que estrujaba, con rencor jarocho, aquella casa. Pero esa bonanza expiró en un santiamén.

A la medianoche regresó el otro “Marc”, el plagiario primigenio. Y fiel a su otra bastarda costumbre, llegó hasta las chanclas. Y atrás de él llegaron Monsieur des Bois y Monsieur sex-symbol, un par de cronopios neuróticos oriundos del barrio del Dique (el más raspa de la ciudad), cuyas excéntricas fisonomías habían conseguido cautivar el apetito erótico de unas francesitas incautas, y que por esa razón se habían ganado sobrenombres francofónicos.

“El Marc” entró vociferando disparates, como en estado de paroxismo expiatorio. “¡Putos los ocho!”; “¡Maldita e insoportable insoportabilidad del ser!”; “¡Speedball, culeros, speedball!”; “¡Esos pendejos nos pelan la reata”; “¡A la chingada todos!”; “¡Somos los más vergas!”; “¡Ya se armó putitos!”; “¡No mamen, ya chingamos!”; “¡Admítanlo, somos el Club de la Nausea!”.

-       “¿Qué tiene este güey?”, pregunté a la dupla de messieurs que venían con él.
-       “Está loco”, respondió Monsieur des Bois
-       “Ajá”, secundó Monsieur sex-symbol, que en momentos de tribulación era lo único que podía pronunciar.

Uno a uno los asistentes e intrusos indeseados comenzaron a desalojar la casa, incluida la dupla de messieurs, que tenían que ir a ponerle Maximilien Robespierre al niño.

Alrededor de las tres de la mañana sólo quedábamos “El Marc” y yo. El par de reinitas de la casa se habían ido a dormir, a medios chiles, según que porque al día siguiente tenían que trabajar.

“El Marc” estaba sentado, en silla ajena, y en casa ajena, y con la resaca de su neurótica epifanía a cuestas.

-       “Ya lárgate a tu casa culero”, solté  sin mesura.
-       “No mames, no tengo donde dormir –respondió, otra vez acompañado de su tradicional suspiro de abatimiento–. Me corrió mi vieja de la casa. Y mi jefa me corrió de su casa. Y mi carnala me corrió de su casa. Y ahora tú pinche ojete me corres de una casa que ni es tuya”.
-       “Quédate en el sofá. No hay bronca. Yo duermo en el piso”.
-       “No mames”
-       “Qué puto. ¿Qué además quieres un guagüis de buenas noches?”.
-       “No, choto. No hay cobijas”.

Recogí el tapete de la sala y lo arrojé al sofá.

-       “Allí está tu cobija güey”.

Por fin se recostó, a regañadientes, con resignación apesadumbrada. Pero se recostó. Y yo hice lo mismo. En el piso. Encima de un edredón enmohecido y con agujeros.

Apagué las luces. Y antes de cerrar los ojos, recordé que tenía algunos compromisos esa semana. Y entonces pregunté en voz baja:

-       “¿Qué día es hoy?”
-       “Lunes”, respondió.
-       “Pero si ayer fue lunes”, inferí dubitativo.  

De pronto un silencio sepulcral pobló la casa. Y la angustia y el ansía y la melancolía reemergieron de la oscuridad, que es su hábitat natural. Apreté la mandíbula. Y el oído regresó a su estado de congestión. Bostecé. Y antes de cerrar los ojos alcancé a escuchar a “El Marc” balbucir.

-       ¿Qué dices?, pregunté
-       “Que es lunes”.
-       “Mmm…”.
-       “… Otra vez es lunes”.