Once de la
mañana. Desperté con el oído congestionado. Y con un zumbido ingrato que me
recordó la oprobiosa condición de los árbitros de fútbol. Parecía surgir de
todos los rincones de la casa, o de ese remedo de bungaló campestre que tenía
un inhospitalario hálito de melancolía, y un clima de ansía que provocaba
dormir con la mandíbula apretada. Quizá esa era la fuente de la congestión
auricular.
- “Me
lleva la chingada”, alcancé a decir irritado en tono de susurro.
Después escuché
levemente que alguien tocó la puerta. Me levanté a gatas, como hacen los locos.
Abrí. Era “El Kaiser”
- “¡Ya
te cayó el chahuistle!”
No supe si lo
dijo en referencia a la plaga que ataca al maíz o a la connotación coloquial de
una autoridad que sorprende in fraganti.
- “No
te preocupes, decidí que a los 30 renunciaría a la puñeta matutina. Y ya tengo
31. Pasa”.
“El Káiser” se
dirigió al refrigerador. Sacó un envase de cristal, que por las bondades de su
contenido era apodado el “frasco de la felicidad”. Sin
preguntar, sustrajo
algo así como una onza de coliflor tostada. Imagino que no era tanto, pero el
ramillete de mostaza que
alcanzó a agarrar no era nada despreciable en proporción.
- “¿Que
onda flaco? Es la hora del café”.
- “Date…
Y rola”.
“El Káiser”
tenía la técnica y la longevidad de un Beckenbauer en el arte de enrollar un
canuto perfecto. Armó técnicamente. Prendió el porro. Fumamos. Y fumamos más.
La conversación arrancó. Lentamente. Pero arrancó. Y fumamos otro poco. La
conversación de un fumador responde a otro compás: el de los dioses. Y los
dioses trabajan lentamente. Pero con asertividad.
- “Yo
creo que tu proyecto está bien planteado, flaco. Es relevante. A güevo. Lo
políticamente fundamental en la historia de Medellín y Monterrey es la
aparición de élites estrechamente ligadas con las dinámicas del narcotráfico”.
- “A
güevo”, asentí escuetamente.
En seguida, me
explicó su teoría sobre el fenómeno de los narcosatánicos.
Básicamente dijo que se trataba de un grupo de bandoleros, henchidos de dinero
y ciegos de poder, que expiaban con sangre ritualística sus barbáricas
fechorías. Sí. Eso dijo. O eso fue lo que entendí. Y agregó:
- “Flaco,
el poder es un regate porfiado a la muerte. Y se paga con la sangre de otros”.
Le creí. Un
káiser debe saber de eso de los “regates”.
- “La
caminera”, dijo antes de encender la bacha.
Después partió
con prisa. Tenía que acudir a la facultad, a impartir un curso de “políticas
públicas y planeación estratégica”. Sí. Creo que eso dijo.
El oído seguía
congestionado.
Calenté un
poco de café. Mediodía. Me acosó la premura. Esa maldita premura que sólo
conoce un imbécil que habita este mugroso mundo subordinado a fechas de
entrega. “Debo trabajar”, pensé no sin un escalofrío de angustia.
En eso llegó
el “Marc”, que le decían así por su enorme parecido con Anthony. Pero que en
realidad se llama Cándido o Cuauhtémoc, no recuerdo. Fiel a su bastarda
costumbre, llegó con una bolsa de macoña.
- “Es
de la hidropónica, compadre” .
- “Chale”.
Prendió un
porro. Le ofrecí café. Y compartimos la porción de una cafetera italiana.
Tamaño pitufo. Y el mois,
naturalmente.
Era un día
húmedo, frío. Yo llevaba más de un mes reinstalado en la ciudad de Xalapa, que
algunos conocen como Estridentópolis o capital del Bizarrismo Mágico. Pero
reinstalado en casa ajena, indignamente en casa ajena. Dicen que el muerto y el
arrimado a los tres días apesta. Mi hedor era un efluvio oscilante de
enmohecimiento con “gorra” ñera. Y el “Marc”, que no salía de la casa ajena,
contribuyó a enmohecer más mi pordiosera estancia. Pero era un buen brother. Y una de
esas compañías que te recuerda amargamente aquel admonitorio anuncio de “Di no
a las drogas”.
El “Marc” o
Cándido o Cuauhtémoc me reveló el ABC de su plan estratégico de supervivencia.
- “Tengo
que vender el coche de mis jefes. Allí saco una lana para pagarle al ‘gasper’ y
al ‘taibo’ y a los otros deales. Y me
sobra un ‘tiqui’ para darle a ‘La Zafiro’, que la última ocasión ella puso el
trago, la ‘milonga’ y el motel. Y los otros treinta varos los almaceno para
pagar el alquiler de un cuarto; mínimo unos seis meses. Y le paso otro ‘tiqui’
a mi carnala para el suministro de ‘tripis’. Y armamos unos pinches bacanales ganma style,
compadre. Y en esos seis meses de ‘colchón’ consigo un hueso en la burocracia
de gobierno o universitaria. Al fin que las dos me la pelan. Y de allí el
límite es el cielo, compadre”.
El “Marc” o
Cándido o Cuauhtémoc se enroscó la bufanda en el cuello. Se colocó unas gafas
oscuras. Movió arrítmicamente la cabeza, emulando torpemente al tal Anthony. Y
emitió un suspiro… de abatimiento.
- “Me
lanzo”, espetó débilmente.
Encendí la
computadora, o esa miserable baratija que hace las funciones de computador. Una
“acer” minilaptop que había comprado dos años atrás, en una casa de empeño por
mil varos, y que fue lo único que sobrevivió después de malbaratar mi
patrimonio en un tianguis de uso, en un arranque de desesperación financiera.
Debía más de 300 mil pesos al banco. Que no tenía intención de pagar. Pero la
crisis llegó a la hambruna. Y la vendimia patrimonial por lo menos resolvía el
problema de la canasta básica.
Preparé un
remedo somalí de desayuno, que consistió de un huevo con un chingo de chile
jalapeño para hacer bulto. Y un par de tortillas. Con excepción de las
tortillas, creo que todo lo demás se puede conseguir en Somalia.
Eran las dos
de la tarde, y no tenía internet porque el culero de la casa no había pagado el
recibo de ese mes. Puedo escuchar los vituperios: “¡Limosnero y con garrote!”
Sí y qué, a güevo.
El caso es que
estaba trabajando en un protocolo de investigación doctoral. La propuesta era
una especie de análisis “arqueológico” de los cárteles de la droga en México y
Colombia. O una mamada así. Me resigné. Y dispuse trabajar sin internet. Apenas
me iba a sentar a escribir cuando llegó “El Quik” a la casa.
“El Quik” es
de esos compas que se ganan un apodo de manera casi gratuita, y que llevan el
pinche alias a todos lados que van como ave migratoria. Y como el güey bebía un
chingo de nesquik en
los años de la “secu” (él dice que sin popote), a algún pendejo se le ocurrió
endilgarle el mote de “Quik”. Hay apodos que son fruto de la inteligencia.
Otros de la imbecilidad. El suyo era de los segundos. Pero la neta el
sobrenombre le iba a toda madre.
“El Quik” era
cuate de los años de la facultad. Filósofo de formación. Bohemio-salsero
recalcitrante de vocación. Lector empedernido de Heidegger, y admirador de Tin
Tan. Neurótico e hincha del Pumas de la UNAM. Y jarocho. Neta. Por la
virgencita de Guadalupe que no miento. Y era mi valedor.
Ahora vivía en
Colombia, de arrimado como yo, pero con obligaciones preconyugales, y sin
permiso para trabajar. O sea, culero. Y estaba de visita por un par de semanas
en la ciudad.
- “¿Qué
vas a hacer ahora que regreses allá?”, pregunté
- “Resolver
la realidad”.
- “A
güevo. Buena actitud… ¿Y cómo vas a resolver la realidad?”, inquirí sin
discreción.
- “Me
voy a casar con mi vieja… Y ya después veo que pedo”.
- “A
güevo. Buen plan”.
- “¿Tienes
un porrito?” , inquirió ahora él.
- “A
güevo… Buen plan”.
Le dimos fuego
a un baretico. Fumó la bacha. Y el
cadáver de la bacha. Y las
pinches uñas, y los dedos, y los bigotes. Cabrón. Pinches jarochos, son grifos
de casta.
Después se
disculpó:
- “Debo
ir a apostillar un documento para el casamiento. Te veo más tarde, loco”.
- “Zaz”.
Tres de la
tarde. La pinche computadora se apagó, o nunca encendió. Tenía un falso. Y cada
cierto tiempo se fundía sin aviso. Pensé en tomar una ducha, mientras conseguía
arrancar el vestigio arqueológico.
Pero en eso
llegó un camarada que le decían “El Luis”, pero que su nombre real es otro, que
creo que es homónimo de un héroe macuarro de una película de ciencia ficción. O
es al revés. No recuerdo.
El caso es que
“El Luis” es como un Juan Camaney región cuatro. El cuate no baila tango, ni
masca chicle, ni pega duro y no tienes viejas de a montón. Pero sí tiene dos
señoras que son un dolor de muela, y una es extranjera y la otra nativa. Y sí
sabe pegar de madrazos tae kwon doinos y domina la técnica de corte y
confección. Es jaranerito charrolastra y psicodélico punk. Es revolucionario
guevarista y seguidor en twitter de la pura mochiza panista. Pero
no le tiene miedo a nada, ni a ejercer el fotoperiodismo en Veracruz, que debe
ser peor que ejercer el judaísmo-comunismo en una Alemania fascista. En
Veracruz, el horno es muerte decorosa.
Pero “El Luis”
tenía un defecto. Dos defectos. Era ligeramente güevón y fumador compulsivo.
Por eso era mi valedor. Especialmente por lo ligero y compulsivo.
Además en esa
época no tenía trabajo. Ni tampoco afán de enmendar esa situación. Y con
frecuencia llegaba a la casa, a veces con múltiples connatos de “permanencia
voluntaria”.
- “¿Qué
tranza carnal?”, preguntó a modo de saludo.
- “Nada.
Acá. En chinga con el protocolo”, respondí con notorio fastidio.
- “No
mames”
- “Gacho. Llevo todo
el día macheteándole machín”.
- “¿Y
por qué no te tomas un descanso? Acabo de amarrar un conecte, es de la
montañera. Y estoy estrenando pipa”.
- “¡No
chingues!” Chale, no te puedo fallar. Y tienes razón mano, es bien
merecido un descanso.
Prendió la
pipa, modelo rastafari. Fumó. Y fumó. Y le zampó otros varios tanques. Después
me ofreció. Ya no quedaba nada. “No hay pedo. Al fin que ni quería”. Creo que
el cabrón ni reparó en el gesto descortés. Ligero y compulsivo.
- “Me voy.
Tengo que ir a entrenar. Hay un torneo de Tae Kwon Do el próximo mes en Cuba. Y
mi esposa ya me extendió el permiso para asistir. Con todo y bendición. De
hecho me dijo, muy seria: ‘haces muchos amiguitos… y que te diviertas’”.
- “No
sé que decir”, respondí para salir del apuro.
- “¿Sobre
el torneo o sobre el permiso o sobre la recomendación?”
- “Chale…
(mutismo incómodo)”.
- “Tienes
razón, carnal. Me voy a suicidar. Pero antes le rompo su madre a un cubanito.
Ah, y trato de platicar con mi vieja para saber si todavía se puede resolver la
crisis matrimonial. Y ya después me suicido”.
- “Buen
plan”.
- “Me
pinto de rayas”.
- “Nos
vemos más tarde”, despedí previendo su regreso.
Todavía no
acababa de salir de la casa “El Luis” cuando entró, a modo de relevo
sincronizado, “Burbanni”, que era uno de los arrendatarios de aquel remedo de
albergue, kafkianamente trasmutado en sanatorio de neuróticos.
O creo que su
nombre es Elliot. Pero la banda peque-punk (pequeñoburgueses en insurgencia
contra sus padres) lo conocía como “Burbanni”, según dicen que por su enorme
parecido físico con un futbolista colombiano del club León de México, cuyo
apellido es Burbano. Sólo que el mediocampista “cafetalero” es negro y
atlético, y “Burbanni” es blanco y usa bigote de führer. Pero la flota así se
las truena. Cabe hacer notar que la usanza alemana no era exclusiva del vello
facial. El muy hijo de la chingada era un entusiasta panegirista (nostálgico)
del Volkswagen Sedán, alias “vocho”. Y de hecho su único patrimonio era uno de
esos prehistóricos escarabajos con complejo de auto.
“Burbanni” es
un tipo sui generis. Escuchaba Nine Inch Nails y Marilyn Manson a sus
casi treinta años. Y le faltaba un pedazo del dedo anular, condición que las
mujeres debían encontrar atractivo. Aunque hasta ese momento sólo se le había
conocido una pareja erótica. Y la raza dice que era un afrodita.
Se decía
acerca de él que en la adolescencia había sido el más precoz de su grupo de
amigos. Nunca se dijo si eyaculatoria o intelectualmente. Pero sí tenía una
clarividencia atípica. Era un heurístico-dialéctico nato. Sabía enredar en
preguntas envolventes al interlocutor en turno. Y hallar la verdad profunda sin
contorsiones intelectualoides baladís. No pocos llegaron a preguntarse acerca
de su éxito filosófico. Y las explicaciones fluctuaban desde un presunto poder
chamánico de su voluptuoso dedo mutilado hasta su alquimia nutricional, que
consistía de atún en lata con café negro y nada más. Pero
fumaba un chingo. Y yo digo que allí radicaba la clave de su sagacidad.
El caso es que
“Burbanni” o Elliot alcanzó a escuchar el final de la conversación con “El
Luis”. Y entonces comentó:
- “Otra
vez este cabrón con el cuento de la esposa. Ya hablé con él. Pero no entiende.
El güey se enfrasca innecesariamente en reyertas infructuosas con la señora. Y
no acaba de entender que el problema es el matrimonio… De hecho yo tengo una teoría...”
- “¿Qué
teoría?”
- “Básicamente
que el matrimonio es una unión que consiste en convertir a una mujer que te
gusta en alguien a quien desprecias”.
- “Puta
madre. Eso es capacidad de síntesis”, agregué.
“Burbanni”
abrió el congelador. Sacó el “frasco de la felicidad”. Miró el contenido, y
exclamó:
- “Cabrón.
Como fumas”.
No supe que
decir. Preferí cargar con el estigma antes que delatar a la horda de
toxicómanos que desfiló por la casa ese día.
Eran las cinco
de la tarde. Y seguía sin funcionar la pendeja “minilap”. Desistí. Me senté en
el sofá de la sala, a un costado de “Burbanni”, que veía el futbol en la
televisión, y compartimos un porrito. Sentí que el sueño me vencía.
En eso
“Burbanni” comenzó con el torpedeo de preguntas inescrutables.
- “¿Y
qué más, tú?”
- “¿Qué
más de qué?”, contesté, un poco trastornado.
- “¿Tú
crees que los árbitros sueñan con ser árbitros en la infancia o la
adolescencia? ¿O es algo que deciden hacer en la resignación del fracaso
deportivo?”
La pregunta
reclamaba una reflexión existencial de gran aliento. Y mi estado no era óptimo
para ese rigor de introspección. Caí en un sueño profundo. “Chingue su madre:
un coyotito... A ver si así se destapa el oído”, pensé en el umbral de la
ensoñación.
“Sí a güevo.
Es culera. Yo tampoco me pude coger a esa vieja”; “Intenté todo, incluso la
llevé de shopping a la
desgraciada. Y me pagó mal. Ni un pinche beso”; “Ella se lo pierde, por
apretada, beata, culera. Mejores culos me han rechazado. Además, le faltan
chichis.”; “Esos coños salen caros. Mejor así. Me ahorro una lana, y me voy de
perro con la Cristal o la Brenda o la Dani. Qué pedo”.
Desperté un
par de horas después, con el oído descongestionado, y en el medio de una
catarsis grupal masculinista. Que son las catarsis chidas. Y me sumé a la
dinámica simiesca.
- “Sí a
güevo. Yo también lo intenté. Y como dicen en Colombia, ni me paró bolas, la
cabrona ingrata”.
Entre el grupo
de cromañones del paleolítico inferior estaba mi camarada “El Larregui”, que
nadie sabía si lo habían apodado así por alcohólico o puñal. El güey es mi
compadre, hermano de leche (sin que él lo supiera), y el arrendatario titular
de esa casa de locos. Esa noche había regresado del trabajo con un grupo de amigos,
que seguramente recogió de algún bar de jotos. Y aquel zafarrancho era porque
estaban compartiendo la pena del fracaso en un asunto de faldas. Había una
chica que todos querían encamar. Pero que era hueso duro de roer. Y todos se
habían quedado con las ganas. Incluido yo. Pero ese es otro cuento…
Le pregunté a
“El Larregui” acerca de su día, que cómo había transcurrido.
- “De
la verga. Pero ya me acostumbré”.
“El Larregui”
es un faquir. Sufría por deporte, o por desamor. Que no es lo mismo pero es
igual. Pero en eso era un deportista de alto rendimiento. Y eso se respeta.
Decía José Martí que el hombre necesita sufrir, y que cuando no tiene broncas
reales las tiene que crear, porque las penas purgan el alma, y preparan para la
vida… y para la muerte. Sí. Creo que eso dijo… Bueno, además cabe decir que “El
Larregui” es el típico valedor que se rifa por la banda. Y eso también se
respeta.
El güey había
dormido con algunas de las chicas más simpáticas de la ciudad. Todas “chicas” y
con tufillo a pañal. Pero simpáticas. Le gustaban las lolitas, y la pornografía teen. En eso
tenía mal gusto. Porque la neta las chidas son las milf. Eso digo yo.
En fin. La
cuestión es que con la “antes referida” nunca se consumó el milagrito. Entre el
grupo de amigos perdedores que iban con él ese día, estaba uno que
coincidentemente también se parecía a Marc Anthony. “Otro salserito mamón”,
pensé.
Le pregunté
que quién era ese facsímil de boricua chiclero. Me dijo:
- “Es
un cuate que conocí en el yoga”
- “No
digas eso en voz alta ‘Larregui’. No mames. Cómo que en el yoga. ¿Que eres
puñal?”.
- “Neta.
Allí nos conocimos. Y los dos queríamos planchar con la misma vieja. Pero el
anhelo de fraternidad lactosa nunca se cumplió. Y por eso somos brothers: por
fracasados”.
- “A
güevo. Esas son las amistades que perduran: las de la hermandad en la derrota”.
La reunión
desembocó en un desaforado bacanal. Entre harinazos y monazos y
tragos de mezcal, la ebriedad desterró la tosca bruma de angustia que
estrujaba, con rencor jarocho, aquella casa. Pero esa bonanza expiró en un
santiamén.
A la
medianoche regresó el otro “Marc”, el plagiario primigenio. Y fiel a su otra
bastarda costumbre, llegó hasta las chanclas. Y atrás de él llegaron Monsieur des Bois y Monsieur sex-symbol, un
par de cronopios neuróticos
oriundos del barrio del Dique (el más raspa de la ciudad), cuyas excéntricas
fisonomías habían conseguido cautivar el apetito erótico de unas francesitas
incautas, y que por esa razón se habían ganado sobrenombres francofónicos.
“El Marc” entró
vociferando disparates, como en estado de paroxismo expiatorio. “¡Putos los
ocho!”; “¡Maldita e insoportable insoportabilidad del ser!”; “¡Speedball,
culeros, speedball!”; “¡Esos pendejos nos pelan la reata”; “¡A la chingada
todos!”; “¡Somos los más vergas!”; “¡Ya se armó putitos!”; “¡No mamen, ya
chingamos!”; “¡Admítanlo, somos el Club de la Nausea!”.
- “¿Qué
tiene este güey?”, pregunté a la dupla de messieurs que
venían con él.
- “Está
loco”, respondió Monsieur des Bois
- “Ajá”,
secundó Monsieur sex-symbol, que
en momentos de tribulación era lo único que podía pronunciar.
Uno a uno los
asistentes e intrusos indeseados comenzaron a desalojar la casa, incluida la
dupla de messieurs, que
tenían que ir a ponerle Maximilien Robespierre al niño.
Alrededor de
las tres de la mañana sólo quedábamos “El Marc” y yo. El par de reinitas de la
casa se habían ido a dormir, a medios chiles, según que porque al día siguiente
tenían que trabajar.
“El Marc”
estaba sentado, en silla ajena, y en casa ajena, y con la resaca de su
neurótica epifanía a cuestas.
- “Ya
lárgate a tu casa culero”, solté sin mesura.
- “No
mames, no tengo donde dormir –respondió, otra vez acompañado de su tradicional
suspiro de abatimiento–. Me corrió mi vieja de la casa. Y mi jefa me corrió de
su casa. Y mi carnala me corrió de su casa. Y ahora tú pinche ojete me corres
de una casa que ni es tuya”.
- “Quédate
en el sofá. No hay bronca. Yo duermo en el piso”.
- “No
mames”
- “Qué
puto. ¿Qué además quieres un guagüis de
buenas noches?”.
- “No,
choto. No hay cobijas”.
Recogí el
tapete de la sala y lo arrojé al sofá.
- “Allí
está tu cobija güey”.
Por fin se
recostó, a regañadientes, con resignación apesadumbrada. Pero se recostó. Y yo
hice lo mismo. En el piso. Encima de un edredón enmohecido y con agujeros.
Apagué las
luces. Y antes de cerrar los ojos, recordé que tenía algunos compromisos esa semana.
Y entonces pregunté en voz baja:
- “¿Qué
día es hoy?”
- “Lunes”,
respondió.
- “Pero
si ayer fue lunes”, inferí dubitativo.
De pronto un
silencio sepulcral pobló la casa. Y la angustia y el ansía y la melancolía
reemergieron de la oscuridad, que es su hábitat natural. Apreté la mandíbula. Y
el oído regresó a su estado de congestión. Bostecé. Y antes de cerrar los ojos
alcancé a escuchar a “El Marc” balbucir.
- ¿Qué
dices?, pregunté
- “Que
es lunes”.
- “Mmm…”.
- “…
Otra vez es lunes”.