Autor: Maximiliano López
Jueves, son las seis de la mañana, una madrugada fresca que
presagia, no obstante, un día de calor a mediados de noviembre. José
Bernarbez se levanta de la cama de dos plazas en la que duerme solo. Vive con
su hijo en una casa de dos ambientes en los límites de Nueva Pompeya y Parque
Patricios, a unas cuadras del mismo parque, en una zona conformada por casas y fábricas, algunas
abandonadas, otras reconvertidas en oficinas y una minoría en funcionamiento y
sin reconvertir que, tan solo al transitarla, irradia una melancolía entre
gustosa y aplastante. Como la que constituye gran parte de la esencia de José. Tiene dos hijos, ya grandes, de
su primer matrimonio. Eduardo,
uno de ellos, de treinta y un años, está desempleado y vive con él. Esta
vez se despertó temprano porque durmió mal, al igual que el compañero Bernarbez, quien le pregunta a su hijo si el mate que está tomando
está caliente o está frio.
—Hace diez minutos que me colgué viendo facebook— le dice Eduardo.
—Con esa actitud no veo que vayas a encontrar laburo. ¿Por qué no me
hacés caso y laburás en el Ejército de Caridad, conmigo?
—Prefiero quedarme buscando trabajo acá. Y facebook sirve para encontrar trabajo también, aunque no lo creas
ni logres comprenderlo. No quiero estar bajo tu sombra. Sos un tipo jodido.
—Se hace lo que se puede. No voy a ser distinto si a mi manera de
siempre todo sale más o menos bien.
—¿Ves? Por eso te digo, todo tiene que ser a tu manera. Y estoy
podrido de eso. Prefiero seguir buscando laburo en internet.
—Entre la poca voluntad que ponés, la cantidad de demanda que hay y
la poca oferta para la carrera que estudiaste, lo de encontrar laburo la veo
más difícil que encontrar un anillo en un balde lleno de diarrea de hipopótamo.
Eduardo sigue viendo absorto su computadora y Bernarbez, ya
acostumbrado a los cortes de su hijo, convencido que es un pelotudo, que en algún momento se dará
cuenta y abandonará gradualmente su vida disipada, como lo hizo él en un pasado
más o menos lejano —no sin
grandes penas—; enciende la hornalla para calentar la pava y se pone a cortar un pan
blanco de un día para preparar unas tostadas y untarlas con queso y miel. Ese
desayuno, austero, apetecible
sin embargo, se perfila como un pequeño momento de sosiego para ambos
antes de echarse a andar en el día. No sería un día cualquiera de todas maneras, al menos para José y los trabajadores del Ejército de
Caridad, pues según dicta el sindicato bajo el que están agrupados, la
Asociación de Trabajadores de Entidades Civiles y Deportivas (ATECYD), el día
dieciséis de noviembre de dos mil dieciséis debe celebrarse la elección de delegado
gremial, representante de los trabajadores del Ejercito de Caridad, seccional
Capital, ante el sector directivo de la organización y el sindicato.
José Bernarbez no es un elector más ni un trabajador más, es el
delegado gremial de los trabajadores del Ejército de Caridad. Lo es desde hace
dieciséis años. Fue electo cuatro veces consecutivas. Siempre ha estado
alineado al frente dominante dentro del sindicato, que sostiene a quien es su
secretario general desde hace treinta años. José comenzó siendo un delfín, un
número puesto por su antecesor como delegado en el Ejército, allí por el año
dos mil, cuando éste fue
sucedido por jubilarse. De allí en adelante cimentó, con un estilo
sobrio y pragmático, una modesta pero nada desdeñable carrera en el mundo
sindical. Congraciándose tanto con los trabajadores del Ejército de Caridad
como con la patronal y el sindicato, en una suerte de bonapartismo construido
con los elementos disponibles y aprovechando y ensanchando, en lo posible, el
margen para pedir beneficios de impacto entre los trabajadores a los que ha representado hasta ahora. Bonapartismo
austero, sí, pero que deja contentos, en la medida de lo posible, a
todas las partes. Ese consenso alrededor de su figura le ha valido para sus posteriores relecciones como
delegado gremial.
Más allá de la tranquilidad
que otorgan esos antecedentes y la posición aparentemente consolidada de José
Bernarbez como figura de autoridad en el mundo sindical y ante sus pares como
delegado gremial, mientras ceba y toma mate, come sus tostadas producto del pan
húmedo y gomoso bien aprovechado, y le convida, a su vez, mate a su hijo, que
sigue scrolleando la red social, se
siente preocupado, particularmente inquieto. Sabe que esta elección no será
igual, porque esta vez no se presenta como único candidato: esta vez hay un
contrincante.
Una línea opositora se ha
abierto en la otrora tranquila interna de la delegación gremial del Ejército de
Caridad. A sus cincuenta y ocho años, el compañero Bernarbez no esperaba
encontrarse con tal escenario. A él nunca le gustó la complejidad de la rosca
política y sindical. Es más, nunca le gustó mucho la política ni los procesos
electorales. Su posición de líder se la ganó como “el sucesor de”, puesto desde arriba.
Una vez ahí, de arriba
hacia abajo, mediante elecciones a las que se entró siempre en bloque, alrededor
de un solo hombre, del Secretario General, como lo dicta la tendencia en el
sindicato, fue construyendo legitimidad. Siempre se sintió cómodo ejecutando órdenes
de arriba, mandando y disponiendo, desde su parcela de poder, a las bases que representaba.
Ha sabido calzarse el traje de líder: uno sin carisma, pero con llegada y
empatía hacia sus pares. Un administrador de recursos y un protector
paternalista.
—¿Y qué vas a hacer hoy?— le pregunta Bernarbez a su hijo.
—Lo mismo que todas las mañanas, Pinky,
tratar de conseguir un trabajo— le responde Eduardo.
—¡No me vengas con chistes
pelotudos! Más vale que vayas a entregar los curriculums que dijiste que
imprimiera y que no te quedes fumando porro en una plaza.
—Puedo hacer las dos cosas a la vez.
—No te hagas el canchero, pelotudo. Porque te voy a meter de prepo a
laburar conmigo y se te acaban las vacaciones que estas tomando.
—Que seas un delegaducho no implica que me trates así. Sólo estoy
haciendo un chiste.
—Me parece que te estás
pasando de listo. Yo no voy a tolerar que me trates así. Me gustaría que,
realmente, algún día puedas cambiar y acostumbrarte a no siempre conseguir lo
que deseás. O al menos a entender que lo que deseás implica un esfuerzo y que
no siempre lo vas a conseguir. Si no hay trabajo de lo que te recibiste, de comunicólogo, tenés que
agarrar lo que venga. Luego de agarrar lo que venga, las oportunidades están
ahí, siempre están ahí para poder acercarte un poco más a lo que te gustaría
hacer. ¿Te cagaría laburar conmigo cargando cosas, llevando de un lugar a otro
ropa, televisores, radios, computadoras? Pensá en las posibilidades que se te
pueden presentar jugándotela por esa opción. Está bravo conseguir laburo y no
hay que ser tan tonto. Mirá si después se te abre, no sé, la posibilidad de
encargarte de manejar la prensa y la comunicación del Ejercito de Caridad… o
del sindicato. Yo ya te lo propuse más de una vez… puedo ayudarte, pero si vos
cooperás. Antes tenés que saber agacharte a juntar las monedas que se les cae a
otros o te tiran. Conmigo de arriba no vas a empezar.
—Sabés que tu mundo no es mi mundo. No voy a trabajar para ustedes,
ni voy a trabajar donde vos trabajás.
—Si fueras menos tonto y vanidoso, menos aburguesado, lo pensarías
de otra manera. Pero no voy a seguir insistiendo. Espera un día complicado—
dice Bernarbez a su hijo y se va del PH sin importarle si su hijo sabe o no que la gestión de su padre
será plebiscitada por sus pares.
La escasa autoridad de
Bernarbez sobre su disipado y quedado hijo amenaza con extenderse hacia su
reino gremial. Piensa que, al menos, debería tener una cierta ansiedad sobre
como saldrán los resultados, pero no se inmuta. Mientras viaja en el 91 que lo
deja a dos cuadras de su lugar de trabajo, no piensa en el resultado.
Prácticamente no teme por su futuro como delegado. Si esa otra persona lo
expulsara o no diera su lugar como representante gremial, para él no representa ningún problema ni una
pérdida de privilegios. Jamás ha pedido grandes favores al sindicato ni ha
usado su posición para lograr ventajas con los patrones de la organización de
caridad.
Siempre vivió con lo justo y si ha ahorrado, lo hizo para su casa,
algún capricho improbable y su auto, un Renault 12 que dejó a su hija menor,
Leonor, visitadora médica, de 27 años. No ve con zozobra una posible salida de
su posición. Para él sería, en el mejor de los casos, una pequeña brisa de
alivio sobre una vida apesadumbrada de la que él se hace cargo con gusto pero
sin entusiasmo, con un
sincero pero tímido orgullo cuando piensa y expresa sus aciertos en lo
personal, profesional y gremial.
Por supuesto que sería un
escenario muy remoto, difícil de imaginar, aquel en el que se viera apartado de
esa modesta parcela de poder. Algo que no vería con malos ojos que sucediera,
pero justamente por su calidad de lejano -pues vaya que le gusta jugar con
escenarios lejanos, que no amenacen su estabilidad como trabajador y
sindicalista.
Sin embargo, José ya está
hastiado, cansado. Y su cara, degastada por el trabajo y el poder que reposa
sobre su persona, es una señal de ello. Más ha sabido lidiar y apegarse, a su
modo estoico pero silencioso, no sin algún extraño y endeble pero constante
placer, a su poder y responsabilidad como delegado sindical de un ciertamente
nutrido grupo de trabajadores que se desenvuelven en una de las organizaciones
de empeño y caridad más grandes del país y el mundo. Lidiar y apegarse a la
responsabilidad que emana de su poder como delegado de la seccional Buenos
Aires de los trabajadores de esta organización mundial. Uno que no es para
cualquier trabajador.
José Bernarbez reúne todas
las condiciones para ser de esos trabajadores que, a la vez, ocupan funciones
delegativas sindicales. Y pensaba que ello había quedado claro entre sus pares
a lo largo y ancho de su modesto imperio. Sin embargo, una revolución silenciosa
parece estar confabulándose. Una fuerza opositora a su austera, justa y
responsable gestión se organizó y la interna parece estar viviendo un momento
de vértigo que a él, en el fondo, le molesta por una sola razón en particular:
quien lidera esa corriente interna, esa voz disidente entre el coro de
satisfechos y conformistas por sus logros como administrador de recursos, es su
ex pareja, Susana Olmos.
Susana es una mujer con
quien José convivió durante cinco años, trabajadora de hace tiempo dentro del
Ejercito de Caridad, incluso con más antigüedad que José. Se conocieron allí,
han sabido ser felices juntos, inesperadamente encontrando en el otro la clave
para estar contentos ante una vida y un mundo que parecía les había cerrado
todas las puertas de la felicidad. Una última esperanza de estar lo más
cercanamente posible a la plenitud. Las decisiones tomadas, en especial por
Bernarbez, contribuyeron a socavar la relación. La cruz que el delegado lleva
sobre su espalda, las responsabilidades y la culpa –que siempre han podido más
sobre su vida- lo alejaron de Susana. Ella se había enamorado perdidamente de
José, pero él no había podido parar esa inercia negativa rechazando entregarse enteramente
al amor. O al menos, a una cohabitación entre la felicidad y las obligaciones.
Terminó cediendo a lo último: puras reglas y ninguna excepción.
El delegado llega a su
lugar de trabajo y se saluda con Gustavo Pozzi, uno de sus fieles
lugartenientes en el organigrama de la delegación sindical, y encargado de
coordinar los fletes. Con aparente serenidad y parsimonia a la vez que con su
voz entre ronca y grave, no puede evitar preguntar sobre los comicios. Gustavo
lo tranquiliza y le comunica que todo transcurre en total normalidad.
—No hay ningún indicio
importante de apoyo para Susana. Quedate tranquilo. En una hora van a
llegar los del sindicato con la urna y la lista de empadronados. Vas a ganar y
por una gran diferencia, confia en lo que te digo— le responde Gustavo.
—Estoy tranquilo. Pero también molesto. Quisiera que este día o que,
al menos, el momento de la votación pase rápido. Es una pesadilla que Susana esté metida en esto, ¿para
qué?
—Son cosas de mujeres. Creo que a Mandela la mujer también se le
retobó ¿no?— dice Gustavo, sacando
chapa de sus nebulosos conocimientos sobre política internacional.
—¿Así que soy como Mandela?
Dejate de joder, Gustavo— le responde José, quien luego ríe ligeramente, algo no muy normal en él, sugiriendo ligeros
nervios que se apoderan de su persona, y le dice a su lugarteniente que no
pierda más tiempo y coordine un traslado de muebles con un flete para una
iglesia en Villa Lugano que está encargado para hoy desde hace una semana atrás,
pero Gustavo se queda unos minutos más para decirle los pormenores de la lucha
electoral. Le explica que casi todos los sectores donde los trabajadores del
Ejército de Caridad desempeñan sus tareas están alineados a su figura, pero
quizás Susana tenga arrastre en las mujeres, en especial sus amigas.
—Y también puede tener arrastre en quienes me quieren ver fuera de
mi posición como delegado, lo
mismo hombres o mujeres. No me importaría a fin de cuentas si soy desplazado —le dice, mientras se sirve un café en la cocina de la organización, ubicada en
la terraza del lugar—, aunque me parecería absurdo que pierda yo, que he
transformado las condiciones de este lugar para que los compañeros estén más a
gusto con sus labores, pero repito, no me importa. Lo que sí me importa es el hecho
de que se trate de mi ex novia queriéndome arrebatar el puesto. Y ni siquiera
es por puesto mismo. Me da bronca que tan solo piense en hincharme las pelotas,
a sabiendas de que muy posiblemente sea una pérdida de tiempo… ¿Y si gana? ¿Qué
es lo que puede hacer? No la veo como alguien que pueda dirigir a todos aquí.
Quizás a sus amigas sí, estas mujeres la consideran un gran referente… pero el
resto la va a subestimar, la querrán manejar, tratarla de tonta.
Gustavo le reitera que no hay de qué preocuparse, que más allá de
cierto apoyo femenino no habrá sorpresas. Los trabajadores de la sección de
artículos electrónicos, electrodomésticos y muebles están unánimemente
identificados con la gestión de Bernarbez. El sector disonante es el de Indumentaria, allí donde se agrupa la rama
femenina de los trabajadores del Ejercito de Caridad. Pero afirma que, en
general, se impondrá el voto por mantener las cosas como están.
Las suspicaces miradas de
dos mujeres que se están sirviendo el desayuno, hacen que José y Gustavo paren
la conversación. El último se dirige a hacer su trabajo. José se dispone a
hacer lo mismo, pero es increpado “amistosamente” por Romina Martínez, una de
las chicas que arduamente ha venido trabajando por posicionar la candidatura de
Susana.
—Cuidado con lo que pueda
pasar hoy.
—No voy a hacer nada para
forzar ningún resultado a mi favor, si a eso te referís.
—Entiendo que no sos así.
Sos un tipo respetuoso y limpio en estas cosas. Me refiero a que tal vez pensás
que es un chiste que se presente Susana y estás dando por hecho que vas a ganar
por mucha diferencia.
—No pienso que sea un
chiste ni mucho menos, me estás confundiendo. Pero es bastante molesta esta
situación de lidiar con una mujer como Susana, desafiándome en algo en lo que
es inexperta. No quiero saber si su aventura esta de postularse como candidata
a delegada fue una idea tan solo de ella, o alguien le estuvo picando la cabeza.
¡Lo que está claro es que su candidatura es para joderme!
—No es para joderte, pero
bueno, veo que no aceptás otra justificación que esa. Es algo típico de los
hombres, sabés, cuando ven que las mujeres les pisan los talones. Piensan que
es personal, para joderlos, cuando lo que estamos haciendo con Susana es
intentar que nosotras obtengamos más visibilidad en esta organización.
—¿Y no han obtenido
suficiente durante mi gestión como delegado? ¿No consideran suficiente todo lo
que les he dado? Yo soy delegado para todos: mujeres y hombres. Gracias a mí
tienen una cocina, un lugar para sentarse y comer, un gimnasio, mejores
condiciones laborales. Muchas cosas han obtenido los compañeros y compañeras
gracias a que me he dedicado a ello día y noche durante todos estos dieciséis
años.
—Nadie niega que vos trabajaste
denodadamente para mejorar las condiciones en las que trabajamos. Y sí, agradezco
mucho la cocina y el gimnasio. Sin embargo, la plata cada vez alcanza menos y
este año el aumento del sueldo no fue muy redituable. Te estás anquilosando
ya, embriagado por los logros que
mencionás y que te adjudicás vos como tuyos solamente, como si el resto de los
que trabajamos aquí fuéramos no más que un dibujo o una masa sin cerebro. Es momento ya de afinar las mejoras y de
exigir mayores aumentos salariales y, en lo particular, avances para las
mujeres. Con Susana como delegada, en cambio, las mujeres en este lugar -que no
somos pocas- seremos mejor escuchadas en nuestras demandas, cosa que no sucede
con vos. Tu gestión fue buena, pero hoy está estancada. Respecto al machismo
imperante y al menosprecio hacia nosotras, poco o nada se ha hecho, y no veo
que tengas voluntad para torcer esa realidad.
Susana entra al comedor y
el diálogo se corta para desgracia de Romina, inspirada por los textos de Nancy
Fraser que últimamente ha venido estudiando en sus esfuerzos por rendir
Política y Sociedad en la Universidad donde está matriculada, y en la que
avanza lo que le permiten avanzar sus obligaciones laborales, y para fortuna de
José, a quien ya le estaba doliendo la cabeza de escuchar la perorata
reformista.
El delegado mira a su ex
novia y se saludan. Predomina el respeto mutuo aunque la tensión existe y puede
cortarse con un cuchillo en el aire. Un intercambio cordial de palabras, y José
se queda quieto mirándola mientras ella va a servirse unas galletas y un café. La
relación terminó hace dos años pero, al parecer, su amor por ella sigue en pie y,
sobre todo, su culpa por haber boicoteado lo que bien pudo ser su última parada
para asirse a algo cercano, aunque sea lejanamente cercano, a la felicidad.