jueves, 8 de diciembre de 2016

Otaria Flavescens

Autor: Carlos Mora

Mi llegada a Valdivia, Chile, no fue un acto premeditado. Una casualidad en el camino que pronto me convenció de quedarme, pues si bien al principio instalarme no fue fácil, la ciudad cumplía un requisito que busqué siempre en muchas otras partes: me hacía sentir lo suficientemente lejos. Valía la pena quedarme aquí por lo menos un tiempo, buscar algo que hacer y esperar algunas experiencias. Yo no conocía a nadie aquí (y a decir verdad tampoco en la ciudad que había dejado hace ya varios años). Mi búsqueda de un taller de poesía/literatura o un trabajo, se redujo poco a poco a largas caminatas por la Riviera del río Calle-Calle que bordea un sector hasta topar con su delta, que lo une con los otros dos ríos que circundan la ciudad. Mientras andaba fumaba casi compulsivamente. Después leía, a veces en una banca y cuando lo hacía en mi cama durante casi toda la noche fumaba aún más.

Conseguí en una casa de huéspedes una buhardilla barata que pagaba con el dinero de una renta que se me depositaba una vez por mes. Mi (casi) hogar se encontraba cerca del centro, bastaba caminar hasta el fondo de la calle y tomar unos escalones para encontrarme en una popular vía del primer cuadrante.

Valdivia es la segunda ciudad más antigua de Chile, mantiene una fuerte presencia Alemana debido a la colonización de 1845, la cerveza es buena y los germanos se sienten como en casa debido al clima y paisajes similares. Aparte de los atractivos turísticos el lugar es más bien sereno y ordenado. Una de las peculiaridades son los lobos marinos que se acercan a las calles, toman el sol a orillas del río y la gente, al menos los lugareños, parecen no inmutarse. Según escuché a un chileno decir: ellos estaban aquí antes que nosotros, ¿para qué molestarlos? Algunas veces las aglomeraciones son mayores, o algún empedernido se interna más de lo que debería en lo profundo de las calles y es cuando intervienen los carabineros (policía local). Los turistas son los más entusiastas a este respecto, forman círculos alrededor de algunos, toman fotografías, ríen. En mi calidad de viandante observé un día a un hombre, posiblemente estadounidense, jactarse de intrépido mientras se acercaba a un ejemplar enorme que acababa de emerger del agua. Su familia aguardaba unos pasos atrás para fotografiar el suceso hasta que el león, que como me enteré después era bien conocido por los locales y hasta tenía un apodo, lanzó un rugido sepulcral que ahuyentó de dos pasos al turista. Los pinnípedos son animales muy sociales pero supongamos que éste no había pasado un buen día. Imaginé cuál sería el alcance de una mordida proveniente de tan colosal mandíbula. Me levanté en el acto. Observé por última vez al león y mientras lo hacía, del agua gélida surgieron otros tres. Encendí un cigarro y perfilé hacia mi casa.

En la noche, acostado junto a unos poemas de Neruda, evoqué la escena que presencié en la tarde, solté un soplido a manera de risa (hace años que no tengo carcajadas), me dejé ir en el hipnótico ascender del humo hasta el techo y empecé a quedarme dormido. Mi sueño fue de lo más raro. Me veía a mí, sumergido en el río hasta el cuello, mi cabeza era capaz de tener una vista completa de la ciudad, una ciudad que ahora parecía vacía y gris. Desde el malecón me sacaban fotografías pero sólo atinaba a ver los flashes, aturdido me dejaba caer al río, la corriente me llevaba. Desperté.

Cuando me disponía a tomar mi desayuno escuché el embrollo en el exterior de la casa, esto aclaró el porqué de la atmósfera incómoda y vacía que sentí al poner un pie en la cocina comunal. Los inquilinos observaban por las ventanas algo que yo no podía ver a través de sus cabezas, abrí la puerta para descubrir un león marino en nuestro jardín. Era enorme, posiblemente el doble de grande que el que amedrentó al turista. Incluso pensé en una morsa. Calle abajo se divisaban grupos de gente afuera de sus casas alrededor de más leones. Había confusión, no era normal que llegaran tan lejos. Otros grababan o tenían el móvil pegado a la oreja. Llamaban a los carabineros para alertarlos. Algunos, como yo, comenzamos a albergar, resignados, un mal presentimiento. Ahora más que nunca sentía la necesidad de dar mi paseo.

En el centro los bomberos y policía no eran suficientes, escuadrones portaban redes, los camiones los empujaban con agua de vuelta al río o al menos hasta un perímetro seguro. La gente se agolpaba en las ventanas, expectante. Les habían pedido no salir, a mí me pidieron regresar a casa, abstenerme de salir y esperar más noticias. La lógica dictaba que las cosas empeorarían y así fue. A media tarde en la radio ya anunciaban algunos muertos, leones y personas. Como si hubieran tenido una encarnizada batalla. Varios comenzaron a dejar sus casas. Yo esperé, yo siempre aguardo hasta que las situaciones son insostenibles.

La casa de huéspedes donde moraba estaba casi vacía. Salí a la calle a pesar de las sugerencias, lo hice, he de confesar, con algo de miedo. El aire cortaba como una espada hecha de hielo, algunos autos en la calle habían quedado varados con las puertas abiertas. Ningún auto puede pasar sobre un león marino de una tonelada, al menos ningún auto chileno. Pronto supe lo que tendría que hacer. Hice una pequeña maleta y resolví marcharme hacia el bosque siempre verde. Subí tierra adentro con la esperanza de encontrar una cabaña abandonada por el tiempo y por los leones. Cuando estuve lejos, en lo alto, dediqué una última mirada a la ciudad. Los pinnípedos se contaban por millares y seguían uniéndose más desde el río; del otro lado, una columna de gente abandonaba la ciudad por la carretera. Las gaviotas y pelícanos revoloteados formaban una densa nube, de las que sueltan trombas horribles y los graznidos y rugidos eran los truenos que sonorizaban la colonización.

Pasó mucho tiempo hasta que me sentí capaz de regresar. Una vez que lo hice volvió a ser cotidiano. Todo está lleno de deyecciones, las señales de la calle tienen óxido, las casas, usualmente hechas de madera se han pintado de verde por el moho. Cuando paso, los leones me observan, indiferentes. Hoy, mientras estaba sentado en una banca, un grupo de leones formó una media luna alrededor de mí, me miraban con curiosidad, ladeando sus cabezas. Creo que vi a uno golpear sus aletas delanteras, ¿fue eso un aplauso? Me levanté y regresé al bosque.