martes, 5 de abril de 2016

El último priista romántico


Autor: Giovanni Duayhe Zilli

En los albores de la democracia, Tocqueville apuntó que la literatura se transformaría. En su afán homogeneizador, en la exaltación de la igualdad, la nueva forma de organización social la iría privando poco a poco de personajes exóticos, singulares, libres. 

En democracia no hay escuderos o navegantes o exploradores o promesas eternas de enamorados de quienes escribir historias. Hay abogados, contadores, economistas, políticos, ingenieros. El gran tema de la escuela francesa realista-naturalista, que se extendió todo el siglo XIX y entrado el siglo XX: la burguesía. Tal como lo anticipó. 

No hablo de peñabots, o de las juventudes priistas, o de estudiantes de derecho. Tampoco del “nuevo PRI”, ni de los Tecnócratas, ni de los Díaz Ordaz, ni el de los cacicazgos regionales. Cuando escuchas hablar a Camilo González, columnista de los diarios Notiver y Diario de Xalapa, sus palabras no pueden dejar de evocar al PRI de Don Alfonso Reyes, el de la diplomacia, el de la cooperación latinoamericana, el del respeto a las formas, el de la disciplina partidaria. Tal vez al del Liberalismo Social. 

Eso que el PRD no acabó del todo por concretar y a lo que el PAN jamás podrá aspirar. 

En pleno siglo XXI, donde frases como “ser joven y ser priista es una contradicción hasta biológica” son ya innecesarias, es raro conocer a alguien que opte, ante la adversidad, por voltear a ver siempre las líneas fundacionales y los valores de un partido, poco llevados a la práctica. 

Que alguien escoja, ante lo innegable, ofrecer siempre la otra mejilla, con entusiasmo incansable, puede ser ingenuo, como lo es el romanticismo. 

Aprender de política mexicana, o sea del PRI, es un camino interminable. Discernir los mecanismos, interpretar los símbolos, identificar el porqué de las formas, muchas veces conducirá a equivocarse rotundamente ante una predicción. Una intuición que permite a quien la posee, sin embargo, entregar irresistibles relatos orales, como de novela noir mexicana. 

El partido heredero “de la Revolución”. De la primera revolución social del siglo XX en el mundo, antes que la bolchevique. La que dio origen a la Constitución de 1917, el documento más moderno que cualquier nación jamás proclamara como su Carta Magna: la tierra es de quien la trabaja. O sea, sí, que los campesinos serían propietarios, dueños, Señores. 

Si los artículos de la nacionalización de los recursos naturales, de la repartición de tierras, de la educación gratuita, laica, obligatoria, y del derecho al trabajo digno, vaticinaban una gran nación, lo cierto es que la poca voluntad de traducirlos en materia, disipó la sospecha de que la concesión a ideas tan liberales, hubiera sido solamente una negociación. 

Pacificar al país, implantar un régimen balanceado de poderes regionales, con la cohesión suficiente como para prevalecer en el tiempo, vía un partido, y la alineación plena al jefe en turno. Poco a poco, defensores de esos derechos fundamentales y oportunistas se irían matando. 

No deja de tener aspectos fascinantes, sin embargo, como la sucesión presidencial, enigma indescifrable de la Ciencia Política. Una mezcla de simpatía, rivalidad, continuidad, ruptura, negociaciones con las diversas corporaciones y entidades federativas, concesiones e imposiciones, de consenso, de que sea presidenciable –ante todo- de acaso permanecer seis años más como sea, pero con el pleno conocimiento de que los reflectores, en adelante, se habrán esfumado para siempre. 

Con todas esas cargas políticas y emocionales, en el otoño de cada sexenio, una decisión personal de la más alta prioridad nacional fue uno de los privilegios presidenciales más grandiosos. 

¿Por qué Colosio, o Zedillo, o Salinas, o de la Madrid? Salinas tuvo que atravesar dos veces el proceso. Primero, el inminente de cada presidente de cara a las elecciones. Luego, el de la contingencia, en plena elección. 

En un viaje a Chile, durante su juventud, los amigos Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo hicieron una promesa: que ambos serían presidentes de México. 

La decisión, el dedazo, como nos lo presenta Carlos Castañeda en ese gran libro “La Herencia: Arqueología de la Sucesión Presidencial” es fatigante. Mediante testimonios de los involucrados, se es espectador de una de las características más complejas del priismo. 

Para eso son los columnistas, para alentar la discusión política, para construirnos una ficción a partir de las funciones públicas, para mostrarnos, algunas veces por interpretación, otras por experimentación, cómo funcionan las tuberías del Estado, quién escribe qué y en donde, quién despacha en cuál dependencia y por qué y poder seguir construyendo este fascinante relato de la política mexicana contemporánea. Relato romántico, en C. G.

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