viernes, 15 de abril de 2016

Un rostro severo


Autor: Anónimo

Su rostro ostentaba una severidad que no correspondía con su carácter. Acaso fuera por aquella barba profusa y oscura, casi teñida; o por esa manera de exhalar humo constantemente, incinerando con premura un cigarrillo tras otro, rayando en lo compulsivo. Casi tan compulsivo como aquel chasquido, sutil pero recurrente, que emitía al tronar la lengua contra sus dientes en un intento de calmar su ansiedad existencial. 

Se encontraba sentado en la misma mesa de siempre, con las mismas provisiones de siempre: un café humeante y un cenicero repleto de cigarrillos consumidos hasta el filtro. Con manos trémulas —algo habitual en él— sostenía un periódico local, perdiendo su mirada entre las páginas. Casi nada podía abstraerlo de aquella empresa, ni siquiera el ajetreo casi caótico que provocaban los meseros —disfrazados con gorra y mandil— al atender el resto de las mesas. 

Era un hombre solitario, bastante cercano al ostracismo. La ciudad no le era ajena, había pasado en ella los últimos cinco años de su vida a pesar de que, en un inicio, se había planteado vivir ahí por un par de meses. Distintas circunstancias provocaron que su estancia se alargara por tiempo indefinido, sin embargo constantemente maquinaba el plan que le permitiera escapar. 

Cuando un mesero pasó a su lado lo detuvo y, sin mirarlo, con voz hueca dijo: 

—Oye, tráeme otro cafecito —seguido por el metódico chasquido. 

El mesero, un joven alto y delgado —casi esquelético— lo miró durante tres largos segundos, para después emitir una sonrisa sardónica que dejaba al descubierto una dentadura amarillenta y dispareja. Se retiró para llegar pocos minutos después con el café entre las manos. Lo depositó cuidadosamente en la mesa e inquirió: 

—¿Qué noticias hay? 

—No mucho —respondió él, escuetamente y sin verlo, para reanudar el tronido perenne. 

El mesero, sin prestar demasiada atención a la respuesta, se alejó en silencio, cargando con su débil osamenta. 

Mientras encendía otro cigarrillo intentó seguir leyendo el periódico, pero su mente ahora se encontraba dispersa y, por más que lo intentó, no logró concentrar su atención en la lectura. Desistió y comenzó a divagar sobre su situación, un tanto desesperada: deudas adquiridas que sería incapaz de pagar algún día; fantasmas femeninos que desfilaban frente a él y, aunque en realidad estos no parecían tener mucha importancia, por momentos su mente se ensañaba con estos recuerdos lejanos; una salud frágil que por etapas le provocaba quedarse en cama días enteros. Sin embargo, y muy a pesar de todo esto, lo afrontaba y asumía con la pasividad de una res. No se obstinaba en encontrar alguna solución, probablemente porque no la había, o al menos, ésta se encontraba muy lejos de su alcance. 

Mientras meditaba todo esto, rumiando con parsimonia su panorama, sintió la presencia de un cuerpo a sus espaldas. Miró de reojo. Era un cuerpo soso pero bastante abultado que portaba un mandil, acompañado de una gorra que adornaba una cara adusta; una vieja cara conocida. Era el Gerente General del establecimiento, que, sin dar tiempo para cualquier otra acción, y con un dejo de desdén, dijo: 

—¡Carajo, cabrón! ¿Qué no piensas trabajar hoy? 

Él lo miro desde atrás de su barba. Luego, cuidadosamente dobló el periódico, sorbió el último trago del café, emitió un último chasquido seguido de un tenue suspiro de hartazgo y, con una displicencia macabra, se puso en pie lentamente; se dirigió a la parte trasera de la barra, tomó una gorra que colocó desprolijamente en su rala cabellera, se ató el mandil y con la mirada perdida y la abulia de un moribundo, comenzó a atender a los clientes que aceleradamente se congregaban en el café. 

Era martes.

1 comentario: